[CORE] Fragmento: Zweig (12:00)

El mundo de ayer. Stefan Zweig.

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Si busco una fórmula práctica para definir la época de antes de la Primera Guerra Mundial, la época en que crecí y me crié, confío en haber encontrado la más concisa al decir que fue la edad de oro de la seguridad. Todo en nuestra monarquía austríaca casi milenaria parecía asentarse sobre el fundamento de la duración, y el propio Estado parecía la garantía suprema de esta estabilidad. Los derechos que otorgaba a sus ciudadanos estaban garantizados por el Parlamento, representación del pueblo libremente elegida, y todos los deberes estaban exactamente delimitados. Nuestra moneda, la corona austríaca, circulaba en relucientes piezas de oro y garantizaba así su invariabilidad. Todo el mundo sabía cuánto tenía o cuánto le correspondía, qué le estaba permitido y qué prohibido. Todo tenía su norma, su medida y su peso determinados. Quien poseía una fortuna podía calcular exactamente el interés que le produciría al año; el funcionario o el militar, por su lado, con toda seguridad podían encontrar en el calendario el año en que ascendería o se jubilaría. Cada familia tenía un presupuesto fijo, sabía cuánto tenía que gastar en vivienda y comida, en las vacaciones de verano y en la ostentación y, además, sin falta reservaba cuidadosamente una pequeña cantidad para imprevistos, enfermedades y médicos. Quien tenía una casa la consideraba un hogar seguro para sus hijos y nietos; tierras y negocios se heredaban de generación en generación; cuando un lactante dormía aún en la cuna, le depositaban ya un óbolo en la hucha o en la caja de ahorros para su camino en la vida, una pequeña «reserva» para el futuro. En aquel vasto imperio todo ocupaba su lugar, firme e inmutable, y en el más alto de todos estaba el anciano emperador; y si éste se moría, se sabía (o se creía saber) que vendría otro y que nada cambiaría en el bien calculado orden. Nadie creía en las guerras, las revoluciones ni las subversiones. Todo lo radical y violento parecía imposible en aquella era de la razón.


Mis palabras y pensamientos habían llegado a la gente; mi existencia se había extendido infinitamente más allá del espacio de mi ser. Me había ganado la amistad personal de muchos de los mejores hombres de nuestra época, me había deleitado con las interpretaciones más sublimes; había podido ver y disfrutar de las ciudades eternas, de los cuadros eternos, de los paisajes más bellos de la tierra. Me había mantenido libre, independiente de cargos y profesiones, mi trabajo era mi alegría y, más aún, ¡había llevado alegría a otros! En un momento así ¿acaso podía sucederme algo malo? ¿Qué? Allí estaban mis libros: ¿podía alguien destruirlos? (Lejos de sospechar nada, así pensaba en aquellos momentos). Allí estaban mis amigos: ¿acaso iba a perderlos? Sin miedo alguno pensaba en la muerte, en la enfermedad, pero no me venía a la cabeza ni la más remota de las imágenes de lo que aún me estaba reservado por vivir: el hecho de que me vería obligado a volver a ir de país en país, a atravesar un mar tras otro, expulsado, perseguido y despojado de la patria, que mis libros acabarían quemados, prohibidos y proscritos y mi nombre, estigmatizado en Alemania como el de un criminal, y que los mismos amigos cuyos telegramas y cartas tenía encima de la mesa palidecerían al toparse conmigo; que era posible borrar sin dejar rastro todo lo que yo había hecho con tenacidad a lo largo de treinta o cuarenta años, que toda esa vida, asentada sobre pilares tan sólidos y en apariencia tan imperturbable como en aquel momento, podría desintegrarse y que yo, hallándome tan cerca de la cima, podría verme obligado a empezar de cero, con las fuerzas ya un poco cansadas y el alma trastornada. Realmente no era el día idóneo para imaginarse cosas tan absurdas e insensatas. Podía sentirme contento y satisfecho. Me gustaba mi trabajo y por eso mismo amaba la vida. Estaba a salvo de preocupaciones, pues aun si no volvía a escribir una sola línea velarían por mí mis libros. Todo parecía conseguido y el destino, asentado. La seguridad que había conocido en la primera época de mi vida, en casa de mis padres, y que había perdido durante la guerra acabé por reconquistarla a fuerza de trabajo. ¿Qué más podía desear?


Este proceso de condensación y a la vez de dramatización se repite luego una, dos o tres veces en las galeradas; finalmente se convierte en una especie de juego de cacería: descubrir una frase, incluso una palabra, cuya ausencia no disminuiría la precisión y a la vez aumentaría el ritmo. Entre mis quehaceres literarios, el de suprimir es en realidad el más divertido. Recuerdo una ocasión en la que me levanté del escritorio especialmente satisfecho del trabajo y mi mujer me dijo que tenía aspecto de haber llevado a cabo algo extraordinario. Y yo le contesté con orgullo: —Sí, he logrado borrar otro párrafo entero y así hacer más rápida la transición. De modo, pues, que si a veces alaban el ritmo arrebatador de mis libros, tengo que confesar que tal cualidad no nace de una fogosidad natural ni de una excitación interior, sino que sólo es fruto de este método sistemático mío que consiste en excluir en todo momento pausas superfluas y ruidos parásitos, y si algún arte conozco es el de saber renunciar, pues no lamento que, de mil páginas escritas, ochocientas vayan a parar a la papelera y sólo doscientas se conserven como quintaesencia. Si algo he aprendido hasta cierto punto de mis libros ha sido la severa disciplina de saber limitarme preferentemente a las formas más concisas, pero conservando siempre lo esencial. (...) En una novela, una biografía o un debate intelectual me irrita lo prolijo, lo ampuloso y todo lo vago y exaltado, poco claro e indefinido, todo lo que es superficial y retarda la lectura. Sólo un libro que no cese de mantener su nivel página tras página y me arrastre hasta el final de un tirón y sin dejarme tomar aliento me produce un placer completo. Nueve de cada diez libros que caen en mis manos los encuentro llenos de descripciones superfluas, de diálogos plagados de cháchara y de personajes secundarios innecesarios; resultan demasiado extensos y, por lo tanto, demasiado poco interesantes, demasiado poco dinámicos. Incluso en las más famosas obras maestras de los clásicos me molestan los abundantes pasajes arenosos y monótonos, y muchas veces he expuesto a los editores el osado proyecto de publicar un día toda la literatura universal en una serie sinóptica, desde Homero hasta La montaña mágica, pasando por Balzac y Dostoievski, con cortes drásticos de pasajes superfluos concretos; entonces todas esas obras, que sin duda poseen un contenido intemporal, podrían volver a infundir vida a nuestra época.



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