[CORE] Fragmento: Schopenhauer (16:00)

Schopenhauer; el pesimismo se hace filosofía. Joan Solé.


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La esencia es el desear: la realidad fundamental del ser es que quiere. A este desear Schopenhauer lo llama voluntad (Wille), y lo ve como fundamento ontológico de todo. Pasamos de la teoría del conocimiento a la metafísica. No tenemos representación de la voluntad, sino que la experimentamos al querer: cada vez que queremos sentimos la fuerza de la voluntad. Al ejecutar una acción (ocultar el rostro en las palmas de las manos, andar, rascarnos la cabeza) no obramos después de recibir una orden de la voluntad, sino que se manifiesta inmediatamente en nosotros la voluntad que es la esencia de esa acción y no está antes o fuera de ella, sino en ella. No silbo porque estoy contento ni estoy contento porque silbo, pues todo es una y la misma cosa: no hay por qué, no hay causalidad. Cada acción de la voluntad es inmediatamente, una acción del cuerpo. Con la metafísica más pesimista que haya sido capaz de concebir mente europea alguna, defendía que este mundo que vemos y en el que vivimos, desde nuestro cuerpo y nuestro querer más íntimo hasta el último confín del universo, es la dolorosa manifestación de una fuerza o energía cósmica ciega que él denominaba «voluntad», eternamente deseante, eternamente insatisfecha. La voluntad se manifestaba en los individuos, juguetes de esa fuerza devastadora e insaciable. Explicaba que la existencia humana es un péndulo en oscilación entre los polos del dolor y el aburrimiento, igualmente insoportables. Recomendaba aprender a renunciar y refrenar los deseos para alcanzar un estado de serenidad e indiferencia —había bebido del hinduismo y el budismo—, y presentaba la compasión como la única relación positiva posible entre las personas; la amistad y el amor eran quimeras, aspiraciones irrealizables; quienes los buscaban parecían puercoespines que, en una noche fría, se apretaran los unos contra los otros para darse calor y solo consiguieran clavarse las púas entre sí. La única felicidad que podían alcanzar los humanos era de índole negativa: ausencia de sufrimiento, de deseo y de hastío. Para comprender esta verdad amarga había que corregir el «error innato» por excelencia: creer que a este mundo y a esta vida se ha venido a ser feliz. No solo se padecían todos los males físicos y morales imaginables, sino que además se era víctima de un engaño: el sujeto, además de pensar que estaba aquí para ser feliz, creía que en su vida mandaba él, cuando en realidad era un títere cuyos hilos movía esa insaciable voluntad universal. Por añadidura, era un simple medio que la especie tenía para perpetuarse: cuando creía enamorarse en lo más profundo de su ser, cuando le hervía la sangre en las venas y bebía los vientos, lo que sucedía era que la especie le empujaba a copular para que procreara y así garantizar la permanencia de esta, a la que cada individuo particular le traía sin cuidado. En la supina ignorancia de sí mismo, el hombre ignoraba además que su ser individual se hallaba en un sueño, y que al cesar este sueño se desvanecería su falsa singularidad. Mientras no descubriera todas estas verdades y siguiera siendo vehículo del deseo insaciable, se asemejaría al hámster que se afana corriendo en la rueda de su jaula, sin avanzar un centímetro a pesar de su esfuerzo.


La manifestación de la voluntad en la sociedad y en la historia es un sinsentido: el engaño supremo es pretender que tiene una meta concreta. Es, como se ha dicho, una sucesión de tragicomedias en las que unos mismos personajes repiten sin saberlo básicamente la misma obra lamentable, solo con leves modificaciones en la trama. El argumento que se repite una y otra vez es la lucha de todos contra todos, de la ciega y furiosa voluntad deseante en cada uno de los individuos. De no ser por el código penal se desataría una guerra de todos contra todos. Y este individuo que cree obrar a partir de sus deseos personales es vilmente engañado por la voluntad. No envidiemos a los famosos, a los poderosos, a los ricos: ellos lo ignoran, y se creen triunfadores, pero son esclavos. Necesitan su fama, su poder, su patrimonio, están sometidos a ellos y a la voluntad que los impulsa a acrecentarlos indefinidamente al tiempo que acrecientan también el sufrimiento en este valle de lágrimas. Sufren y hacen sufrir. Son títeres de la voluntad. Su ser individual desaparecerá sin que hayan entendido nada del mundo ni de su esencia: habrán creído que se servían a sí mismos cuando en realidad servían a la fuerza universal. El hecho de que nunca tengan bastante fama, poder y patrimonio, de que no puedan gozar de lo mucho que tienen y deseen más y más, exactamente como si no tuvieran nada, demuestra su profunda infelicidad y desdicha, su servidumbre a la voluntad, que es insaciable. No solo sufren los oprimidos, humillados y ofendidos. Todos los seres dominados por el querer incesante buscan en vano la satisfacción. A un deseo le sucede otro, no hay reposo, y cada vez la frustración del deseo renovado les produce sufrimiento. En los breves períodos en que el sujeto no está atenazado por el deseo ni se mueve entre la esperanza y el temor, siente dentro de sí un vacío —la voluntad se ha relajado—, y entonces experimenta aburrimiento, tedio, hastío. Este vacío le resulta igual de insoportable que el dolor producido por la insatisfacción del deseo: «Lo que ocupa y mantiene en movimiento a todo ser vivo es el afán de existir. Pero cuando este existir está asegurado, no se sabe qué hacer con él. Por eso lo segundo que mantiene en movimiento a todo ser vivo es el afán de liberarse de la carga del existir, de hacer que no se sienta esa carga, en suma, de escapar del aburrimiento». El aburrimiento lleva al hombre a refugiarse en la vida social (un mal menor) y a emprender todo tipo de acciones para rehuirlo. Muchos sucesos de la historia se entenderían mejor como intento de huir del tedio. Si por un milagro inconcebible terminaran las guerras y se pudieran satisfacer todas las necesidades materiales de la humanidad, si por un milagro todavía más inconcebible los codiciosos que oprimen a sus semejantes supieran vivir y dejar vivir; se llegaría a una situación de aburrimiento insoportable que volvería a conducir a las guerras. Por aquí, según Schopenhauer, no hay salida.


Schopenhauer muestra dos salidas al hámster. Una es un oasis en medio del desierto, la otra un horizonte nuevo. El oasis, ya lo hemos visto, es la experiencia estética, que ilumina y redime momentáneamente. El horizonte nuevo son la compasión, la resignación, la renuncia y la santidad. El ser reflexivo puede, gracias a su lúcida conciencia, apartarse de la lucha entre los seres individuales, dejar en suspenso el egoísmo, librarse parcial o totalmente de la ambición, de la envidia, del recelo. Descubre que su naturaleza contiene, además de egoísmo y malicia, una tercera fuerza básica: la capacidad de compadecerse del sufrimiento ajeno. Adquirir esta conciencia equivale a hallar el inicio de una senda distinta, que conduce no a la ambición, la lucha, y el fracaso (incluso el logro momentáneo se despeña al poco hacia el abismo), sino a la lucidez, la inacción y la paz. Este camino no discurre desde luego por un lecho de rosas, sino por un suelo de piedras angulosas que se pisan con pies descalzos. Se ha iniciado con la compasión hacia los seres que son en su esencia idénticos, y se sigue a fuerza de una perseverante práctica de renuncia y abstención. Schopenhaer plantea concepciones muy duras: tal vez nuestras vidas carezcan de sentido trascendente, sin duda han contenido y contendrán mucho sufrimiento, sin duda hemos causado mucho daño a raíz del egoísmo ciego. Nos da una medicina muy amarga que, bien asimilada, puede tener efectos deseables. Puede eliminar o mitigar el egoísmo al mostrar lo ilusorio e irreal del individuo. Muestra que el optimismo es inmoral en un mundo tan sufriente como el nuestro. Nos dice que no estamos aquí para pasarlo en grande, que nadie nos debe nada. La felicidad egoísta de la que nos hablaban era un argumento publicitario para vender cachivaches. Nuestro esfuerzo debe dirigirse a limpiar de tóxicos nuestro interior moral y a intentar hacer mejor la vida de los demás. La intuición fundamental de Schopenhauer, la voluntad hallada en la introspección o autoconciencia, es una revelación que no puede olvidarse.


En El mundo como voluntad y representación, Schopenhauer ofrece diagnóstico y receta.

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